No os voy a engañar: me enfrento a este nuevo escrito con bastante temor. Temor de no satisfacer las expectativas creadas por el “post” anterior. Temor de que los pocos lectores que haya conseguido pasen del blog al leer estas líneas. Pero sobretodo, tengo miedo de que lo que escriba no me guste ni a mí (os garantizo que nadie lee más lo que escribo que el menda). En resumen, que yo lo intentaré, pero si no me sale… no seáis muy duros, ¿vale?.
Vayamos al grano. Como en muchas otras facetas de mi vida intentaré apostar a caballo ganador y os explicaré una de las ideas más rocambolescas que han pasado por mi cabeza últimamente. Sí, por si alguien se lo preguntaba, yo, en mi profunda locura, soy capaz de cuantificar cuan rocambolescas son éstas historias. Las ordeno y repaso periódicamente añadiendo algunos matices y cambiando otros, de manera que soy muy consciente de su grado de excentricidad. Esta lo es bastante: creo que soy un robot.
Que nadie se asuste, ni me pida hora a su amigo argentino que probablemente sea psicólogo. Dejadme que me explique.
Imaginad que la humanidad, en uno de sus mayores alardes de ingenio, hubiera podido replicar la supuesta inteligencia humana. Conseguido esto, no me negareis que probablemente también habría podido replicar las funciones motoras de los humanos, ¿no? En estos supuestos ¿creéis que ese ser se sentiría diferente a los demás? Y lo que es más importante: ¿cómo saberlo? Seguramente simular la inteligencia humana implica que el ente resultante no tenga conciencia de que es una simulación.
En cambio hay detalles. Cosas que me han hecho notar mi robótica existencia. Por ejemplo. Cada día noto una caída general de mi sistema hacia las diez y media de la noche. Sin saber como, el sistema es reconectado al día siguiente por otra máquina que sólo sabe comunicarse conmigo a través de unos molestos y repetitivos pitidos. Justo después noto que mi lista de objetivos se carga en mi memoria. El primero, el más importante, evacuar los residuos producidos por mi periodo de desconexión. Deduzco, por mis repletos niveles de energía, que esta desconexión es necesaria para que mi sistema locomotor biónico se recargue. Con todo, padezco una ligera desconfiguración de mi sistema que me hace sentir aturdido. Mi lista de prioridades me muestra el primer conflicto. Mi objetivo de generar fricción con el robot que reposa a mi lado, choca de frente con mi compromiso de asistir al trabajo. Pesa más (generalmente) el valor dado a conseguir el objetivo de llegar al trabajo. Por desgracia, el listillo que me diseñó consideró que se debía ponderar al alza pues conseguir este objetivo es el paso previo a satisfacer muchos otros. Llegados al trabajo uso mi inteligencia digital con la ayuda de otra máquina de menor categoría que realiza los cálculos más pesados. De tanto en tanto, utilizo una interfaz un tanto arcaica para ponerme en contacto con otros de mi especie y llegadas las 5, si los objetivos de otros “cabroncetes” me lo permiten, me monto en mi vehículo de vuelta a casa. Así un día tras otro, con precalculadas excepciones.
No sé. A veces me entran ganas de mandar mis objetivos primarios a la mierda. ¿Quién sabe? Tal vez mañana lo haga. Quizás mañana les comunique a los demás robots del trabajo que me las piro a comer pescaíto frito a Cádiz y a refrigerar mis sistemas a Suecia.
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2 comentarios:
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El principio antrópico, versión infantil:
La gente cree en Dios porque el mundo es muy complicado. Creen que es muy improbable que algo tan complicado como una ardilla voladora o el ojo humano o un cerebro lleguen a existir por casualidad. Pero deberían pensar lógicamente, y si pensaran lógicamente verían que sólo pueden hacerse esa pregunta porque eso ya ha sucedido y ellos existen.
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