16 octubre 2006

Tulas

Tulas no era una persona demasiado querida dentro de la aldea. Había quien le profesaba respeto, algunos dirían que una merecida admiración. Yo, que como Idea puedo presumir de conocer el interior de casi todas las personas, creo que el sentimiento que mayoritariamente profesaba era el miedo. Miedo de su carácter agresivo. Miedo de su conocimiento, certero a veces, arrogante siempre. Miedo, en definitiva, a no tener su favor, ya que Tulas era el curandero de nuestra aldea. Ese cargo, ya de por si misterioso y mágico, si se sumaba a su aspecto, no dejaba lugar a las dudas: Tulas era lo más parecido a un brujo que teníamos. Vestía siempre de negro, lo que unido a su larga cabellera hacía que al mirarlo no supieras si tenías delante una persona o una sombra. Daba miedo. Daba mucho miedo.

Con todo, creo que lo más atemorizaba el alma de los aldeanos era su éxito. Me explico. Tulas era verdaderamente preciso con sus diagnósticos y sus remedios, y no hay que decir que gozaba de una fama que superaba nuestra pequeña aldea. Su poder, que era el verdadero alimento de su ego, radicaba en eso, en su capacidad para curar, y era tan grande que competía con el poder del mismísimo jefe de la aldea. Por suerte, (para ellos dos, digo) su relación era de antigua amistad y rara vez se enfrentaban. De hecho, en los orígenes de nuestra aldea, cuentan los más ancianos que el mismísimo Fellow trajo a Tulas para que se ocupara de nuestra salud, aunque nuestro gran jefe también se había ilustrado de joven en el arte de dar remedio a los dolores del cuerpo. Claro está que la vieja relación de camaradería profesional siempre se mantuvo.

Un día, estaba Fusto en la cabaña de Tulas arreglando uno de sus tiestos de plantas exóticas con los que luego fabricaba las pociones que podían curar des del acné al reuma, cuando decidí que había llegado mi momento. Y además, haría coincidir en mi alumbramiento a la persona más humilde y gentil de la aldea con la más creída y maleducada. Recuerdo perfectamente que aproveché una de las conversaciones-discurso de Tulas en las que podía pasar horas luciendo sus interminables conocimientos en botánica, para dar a Fusto el halo de fuerza necesario para interrumpir al curandero y darme a conocer. Tulas explicaba algo sobre lo complicado que era tener las plantas a punto cuando alguien las necesitaba. Que había que hacer coincidir muchos parámetros que hacía que los remedios no siempre se aplicaran debidamente. Cuando Fusto dijo: "¿Y no sería posible crear una cámara que contuviera todos los remedios listos para servir?". Fue un momento pletórico, se notó en el ambiente que la Idea, yo, Pira, había calado hondo tanto en el curandero como en el carpintero, pues ambos habían encontrado algo nuevo en lo que expandir sus quehaceres. Algo que, como veremos más adelante y muy a su pesar, los iba a mantener muy unidos.

Con el tiempo, los éxitos de Tulas remediando los males de los aldeanos hicieron crecer su ego, ya predispuesto a la hinchazón, hasta niveles digamos que molestos. Muchos de los aldeanos intentaban mantener su favor alabando sus grandes virtudes, lo cual no era difícil, pues era francamente virtuoso nuestro curandero. El problema, lo que a mi me molestaba, es que no siempre, pero si demasiado a menudo, veía que era el miedo el que articulaba esas frases de alabanza. Miedo a que el curandero no los curara.

1 comentario:

Anónimo dijo...

el miercoles 22 a las 22 horas el corto en el genis